C ierto día (debía ser algo así como primavera pues las enredaderas del camposanto que nos rodeaba habían comenzado a florar tímidamente bajo el achicharrante abrazo del viciado exterior, atrayendo a su vez una caterva de inmundos bichos rojos que se las comían), el Comandante P. P. Lewis, alma matter y soberano militar de la base me mandó llamar a su despacho. No solía demorarme en cumplir una orden y esta no iba a ser la primera vez, más aun cuando era el mandamás en persona quien te requería, y menos siendo la primera vez que me llamaba. Recorrí un par de plantas cruzadas a paso ligero bajo la mirada indiferente o divertida de algunos y me encontré frente a la maciza y brillante puerta del despacho del Comandante; como muchas otras de importancia aparecía labrada y marcada en toda la superficie por intrincadas marcas arcanas de bloqueo unas, otras de ocultación, la mayoría anti intrusiones y espías de naturaleza sobrenatural. Solo una escueta placa de bronce que aparentaba haber recién lustrada con esmero contenía lenguaje “estandar”. Toqué con los nudillos y me dispuse a entrar sin esperar respuesta. El picaporte en principio inamovible se volvió fácil de girar en mi mano como si la reconociera y entré en la estancia.
E
n una base militar permanentemente movilizada no es habitual encontrar el mobiliario que decoraba la sala, una serie de estanterías y cómodas de madera maciza de como mínimo un siglo antes ricamente labradas, una serie de muebles auxiliares incluyendo un evidentemente cómodo sillón de grueso cuero en el que una siesta debía de sentar mejor que en cualquiera de las duras literas de cualquier otra estancia, una puerta que dejaba ver entreabierta un baño privado (“¡privado!”, exclamé mentalmente), en el centro, la mullida alfombra persa sobre la que descansaba un gran escritorio que debía pesar una tonelada, y tras él, el gran hombre en persona al que saludé con una regia reverencia, aquel al que había visto de reojo solo un par o tres de veces en aquel tiempo, y que poseía toda la apariencia de un enorme bulldog ingles con mostacho. Su cuerpo constaba de una cabeza redonda con escaso pelo cortado a cepillo situada sobre un corto cuello, unos hombros anchísimos y un pecho de barril que tocaba la madera del escritorio y la empujaba firme como la roca. En la cara brillaban los ojos redondos, llorosos y enormes, sobre un gran bigotazo canoso una nariz minúscula en la que gruesas varices rojas deban algo de carácter y hablaban sobre la afición a la bebida y la tensión arterial del propietario; y una barbilla cuadrada y prominente que mostraba una boca de labios gruesos y unos dientes pequeños e irregulares manchados de tabaco y café, el aroma que impregnaba hasta el último rincón y fibra de la estancia.
- Gusto en conocerte, R-4.- Esa era mi denominación desde el primer día y me había acostumbrado a ella tanto como a mi ausencia de un nombre normal. Pero… ¿por qué me miraba como si ya me conociera?-¿Se te ha informado del motivo por el cual te llamé?
- No, señor, solo se me dijo que usted quería verme.
- Bien.- El comandante pareció satisfecho. ¿Por qué? No lo supe.- Hay problemas más allá del gran Puente. Hace unas horas recibimos una comunicación: llamó el grupo especial de Cazadores de la nueva Pangea. El generador de provisiones de su aldea se está quedando sin baterías.
- No conozco la ubicación de ellos y sigo desconfiando de esa maquinaria mística- dije, aun sabiendo que cuando el gran hombre hablaba era mejor no cortarle el discurso.
n una base militar permanentemente movilizada no es habitual encontrar el mobiliario que decoraba la sala, una serie de estanterías y cómodas de madera maciza de como mínimo un siglo antes ricamente labradas, una serie de muebles auxiliares incluyendo un evidentemente cómodo sillón de grueso cuero en el que una siesta debía de sentar mejor que en cualquiera de las duras literas de cualquier otra estancia, una puerta que dejaba ver entreabierta un baño privado (“¡privado!”, exclamé mentalmente), en el centro, la mullida alfombra persa sobre la que descansaba un gran escritorio que debía pesar una tonelada, y tras él, el gran hombre en persona al que saludé con una regia reverencia, aquel al que había visto de reojo solo un par o tres de veces en aquel tiempo, y que poseía toda la apariencia de un enorme bulldog ingles con mostacho. Su cuerpo constaba de una cabeza redonda con escaso pelo cortado a cepillo situada sobre un corto cuello, unos hombros anchísimos y un pecho de barril que tocaba la madera del escritorio y la empujaba firme como la roca. En la cara brillaban los ojos redondos, llorosos y enormes, sobre un gran bigotazo canoso una nariz minúscula en la que gruesas varices rojas deban algo de carácter y hablaban sobre la afición a la bebida y la tensión arterial del propietario; y una barbilla cuadrada y prominente que mostraba una boca de labios gruesos y unos dientes pequeños e irregulares manchados de tabaco y café, el aroma que impregnaba hasta el último rincón y fibra de la estancia.
- Gusto en conocerte, R-4.- Esa era mi denominación desde el primer día y me había acostumbrado a ella tanto como a mi ausencia de un nombre normal. Pero… ¿por qué me miraba como si ya me conociera?-¿Se te ha informado del motivo por el cual te llamé?
- No, señor, solo se me dijo que usted quería verme.
- Bien.- El comandante pareció satisfecho. ¿Por qué? No lo supe.- Hay problemas más allá del gran Puente. Hace unas horas recibimos una comunicación: llamó el grupo especial de Cazadores de la nueva Pangea. El generador de provisiones de su aldea se está quedando sin baterías.
- No conozco la ubicación de ellos y sigo desconfiando de esa maquinaria mística- dije, aun sabiendo que cuando el gran hombre hablaba era mejor no cortarle el discurso.
Los generadores de provisiones eran antiguos artefactos similares a
los de aire acondicionado usados para destilar agua a los que se les había
acoplado una caja de metal, y funcionaban con baterías. Su gracia era que,
mientras les duraban las mismas, hacían salir de la nada alimentos no
contaminados o medicinas, según lo que se escribiera en un escueto ritual sobre
ellos antes de echarlos a andar. Yo no les tenía nada de simpatía, porque me
parecía demasiado fácil y peligroso usar esos hechizos para algo tan diario e
importante, amén de que debía mantenerme a cierta distancia de ellos cuando
operaban si no quería interferir con su rutina y convertir en un desastre
aullante una nutritiva aunque mística comida.
-No estás acá para desconfiar sino para obedecer órdenes.
- Disculpe, señor, no volveré a decir eso. Creo que…
- Lo que digas o creas no es relevante- Dijo mi jefe poniéndose en pie
y reforzando aun más mi primera impresión de ser un enorme bulldog ingles.- Los
generadores de provisiones son muy útiles en estos tiempos que no hay negocios
disponibles para ir a comprar comida.- Paseaba alrededor de mí con sus cortas
piernas zambas con cierta dificultad; de no haber sido por ellas, este
individuo hubiera sido casi de mi estatura pero le restaban al menos 20
centímetros a la altura natural y proporcionada que debía haber sido la suya.
La mullida alfombra amortiguaba un curioso sonido hueco que emitía a cada paso.-
Tenes que trasladar una batería de inmediato al lugar.
- ¿Es una nueva base? La desconocía. ¿Está cerca de los alrededores?
- No.- El comandante quiso exasperarse, pero continuó con tono
burlón.- Es bastante más lejos donde tenes que trasladar el artefacto. Unos
trescientos kilómetros al este en dirección al mar.
- Mucho camino para hacer de a pie- dije y me arrepentí de inmediato
pues al bajar levemente la vista denoté con gran sorpresa que por debajo del
dobladillo del pantalón del pulcro uniforme azul surgían unos apéndices que deberían
ir al final de las patas de una cabra y una no muy grande por cierto.
-¡Muy gracioso, Cuatro Latas!- carraspeó molesto sacando pecho ante mi
inoportuno comentario, que ahora sí le parecía relevante; con pies de cabra o
si ellos, aquel tipo tenía pinta de peligroso si se le hacía enfadar.
Cuatro Latas, no era la primera vez que me llamaban por ese mote, ya debía estar muy extendido para que hasta el comandante Willis me llamase así también. “El Cuatro Latas” era en referencia, por lo que me explicó un mecánico de la base, a como llamaban popularmente a un antiguo aparato que circulaba para los altos mandos de cuando en cuando y solo de manera extraordinaria, un antiguo y mal reparado Renault 4, un transporte francés de los lejanos años 60 de muy bajo costo y de una duración y resistencia alucinante, tanto es así que era uno de los pocos vehículos “no militares” del parque móvil que seguía operativo habiendo sobrevivido en el exterior a todo un APOCALIPSIS con mayúsculas. Lejos de molestarme que me designaran como aquel veterano y duro modelo, me llenaba de orgullo; era un duro superviviente al que se podía ¿reparar? una y otra vez y seguía operativo cumpliendo su misión. Me enorgullecía de ser algo no humano.
- Esta vez
y en prueba de mi afecto hacia tu valiosa persona vas a ir en bicicleta, para
que puedas llegar antes de que aquella gente se quede sin provisiones y no
tengas que gastar tus... tu pié- corrigió socarrón.- Partirás de inmediato pues
el camino es largo y el tiempo se le acaba a Midyan Almeryya.
- Midyan, Almeryya- susurré en un lapsus. Por alguna razón el nombre me
sonaba, aun demasiado lejano me sonaba.
Se debió haber notado el tiempo de dilación porque el comandante, sentado de
nuevo tras su escritorio me recordó: “La Deriva Continental. La Nueva Tierra…”
-¡Ah, veo! El efecto Pangea ¿no
es eso, señor?- El viejo guerrero asintió serio.
- Decían que eras el más indicado, pero si se te ha olvidado ese
detalle…
- Nunca hemos hablado de Pangea, y nunca he ido allí, señor. No suelo
pensar en ese lugar.
“No es necesario hablar de vez en cuando de eso para saberlo”,
advirtió mi superior mientras apuntaba con la barbilla hacia la puerta. “De
inmediato, soldado, afuera le están esperando con el resto de los datos, vaya
con los Dioses.” Esto último lo recito solemne con una bella voz de barítono.
Saludé protocolariamente alzando el brazo izquierdo con el puño cerrado y los
dedos índice y meñique extendidos en la conocida y antigua fórmula contra el
mal de ojo. Ya no pensaba en él como en un enorme perro rechoncho sino más bien
como en uno de esos dibujos que había estudiado sobre animales mitológicos y
seres de la antigüedad que parecían estar resucitando tras la Gran Explosión del
Infierno. Ahora lo veía como un viejo y belicoso sátiro que quedó pensativo
tras la puerta que cerré a mis espaldas. Eso era lo que era, al fin de cuentas.
Un macho cabrío era nuestro jefe. De repente recordé las cosas que se habían
contado de él frente a mí. Había sido ascendido al nivel más alto por un acto
de extremo heroísmo en el cual había muerto el jefe anterior y él había salvado
a mucha gente en una zona muy peligrosa, arriesgándolo todo, pero eso no había
sido gratis. Había matado a un sátiro endemoniado, y este, antes de lanzar su
último suspiro, lo había mordido. Solamente la ingesta de agua bendita y un
exhaustivo tratamiento habían evitado su conversión en un demonio y en la nueva
morada del espíritu del monstruo, pero le había quedado una marca espectacular
hasta el comienzo de las piernas, cosa que no se le podía recordar ni por un
momento porque montaba en cólera. También se decía que sus enojos eran espectaculares
y comentados.
Un par de médicos brujos de bajo rango que quizás estaban aguardando que yo entre en la oficina para situarse ahí, me esperaban al otro lado de la puerta, anónimos y clónicos. Lo único que los diferenciaba eran los colores con los que pintaban su cara y cuerpo semidesnudo, estos parecían un puzzle azul, rojo y naranja aunque para mi gusto el más estrecho de hombros se había pasado poniéndose rímel en los ojos. Luego, al fijarme en sus pequeños pechos me di cuenta que era una chica más bien joven y espigada y ¿atractiva?, no sabría decirlo pues solo había indiferencia allí donde debería haber aparecido una erección... de haber tenido pene, me recordé. Como fuere ya no me pareció tan mal el detalle del maquillaje.
-¿Salgo ahora mismo? ¿Qué instrucciones van a darme?
- Antes debo indicarte cual es el camino y hay que darte lo necesario.
No has ido allá nunca y tenemos que equiparte y dotarte.- Quién hablaba era el
hombre pintarrajeado, y por el parecido que me permitía apreciar tanto color y
emplasto, debía de ser pariente o incluso hermano de la chica hechicera.
-¿Van a ponerme las “defensas”?- pregunte neutro pero con cierto tono
irritado.
- Sí.- El médico brujo sonó ligeramente exasperado.- Han salvado
muchas vidas. ¿Crees que la oficina del comandante Lewis o la base tienen todos
esos símbolos escritos afuera porque acá vivió el último artista del mundo y se
le ocurrió dejar una última obra antes
de morir? No, son hechizos escritos que mantienen lejos a las cosas malditas, y
que alejan a los monstruos que no lo son, de los que hacen viajes como el que
vas a hacer.
- Supersticiones de la edad media.
- Tienen más efecto en personas que les tienen confianza, deberías
recordarlo.
Seguime- me indicó, y bajamos para una sala que, según calculé
mentalmente, estaba situada debajo del despacho que acababa de abandonar. No
había ventanas, pero si la luz más clara que había visto hasta entonces. Muchas
personas iban con papeles de aquí para allá, algunos grises y enmascarados como
científicos, otros pintarrajeados como mi compañía, los más vestidos con trajes
marrones o de camuflaje verde tocados con capuchas monacales, incluso había un
par de largas túnicas negras de ricos brocados de la Iglesia Satánica de los
Nuevos benditos, una secta derivada de los Franciscanos y que renegaba de este
Apocalipsis por considerarlo falso; el Armagedón hacia curiosos compañeros de
cama. El joven y colorido hechicero me mostró un mapa que había en la pared, mucho
más grande que los que nos repartían para guiarnos, de dos metros y medio de
largo por uno de ancho aprecie con la escala del visor mi ojo derecho. Era
viejo porque hacía mucho que los satélites no funcionaban y ya no había mas cartografía
que la analítica de toda la vida. Los antiguos nombres estaban borrados para no
provocar recuerdos y distracciones, y sobre ellos había nuevos caminos y nuevas
denominaciones escritas con tinta de colores y plumas. Yo nunca había recorrido
tanto territorio como mostraba.
-¿Por dónde se sitúa mi paso?- pregunté. La chica aun silenciosa
señaló nuestra ubicación, un puntito insignificante, y luego, trazando una retorcida
línea sobre el mapa con el pigmento rojo que impregnaba sus dedo, otro.
-Acá es la zona más lejana donde nos hemos aventurado habitualmente en
las expediciones, la Colonia de los Olmos Gigantes. Perdimos varios hombres. Es
una zona peligrosa, cuando no, pero hay un camino con grandes zanjas a los
costados.- El dedo se movió emborronando una sección del precioso mapa.- Debes
seguir por ahí derecho a unos grandes remolinos que vas a ver en el horizonte,
sin desviarte. Ya habrás escuchado hablar de lo que te digo sin duda.- La chica
ilustro en ese momento un par de espirales sobre la superficie en curiosos
tonos rojos y azules, como con un encantamiento estos parecían girar y
desplazarse levemente por la línea señalada, una pequeña muestra de magia menos,
apenas un divertimento.- Tratando de no ser atrapado por ellos, enseguida
después tendrías que ver esto.- Aunque todo esto lo dijo él, fue ella de nuevo
la que señaló un punto negro visiblemente alejado de los remolinos.
-¿A cincuenta kilómetros lo veré?- calculé.
- Deberías. Está después del puente a la Nueva Tierra. Vas a encontrar
un gran páramo lleno de cuevas. Es posible que te desorientes durante el día,
pero es uno de los pocos lugares donde siguen viéndose las estrellas. A la noche,
camina en dirección a Ajenjo.
- Camino hacia Ajenjo- repetí. Esa manía de seguir poniéndoles nombres
místicos a las estrellas, como si el mundo ahora no estuviera lo
suficientemente “místico”. En los buenos tiempos, Ajenjo tenía otro nombre y
salía por el Sudoeste. Claro que, con los tremendos cambios ocurridos…
- Si el vehículo aún te ha durado, en un día más de marcha deberías
llegar a Almeryya.
-¿No tienen a otro más cerca para que les lleve las baterías para el
generador?
-¿Cuestionas las ordenes de las cabezas pensantes de ahí arriba?- El
chico brujo puso los brazos en jarras y su compañera/hermana lo imito con una
falsa mueca de enfado y asco en la cara.- El grupo especial nos ha confirmado
que las otras dos bases más cercanas ya no responden a las llamadas, la ultima
desde hace más de un año. No es un buen augurio, ¿verdad, Pamela?- La chica
negó divertida con la cabeza haciendo una mueca, era joven, muy joven y el también
sin duda.
-¿Hay alguien importante ahí o qué diablos pasa con tanto interés en una
zona tan lejana de nosotros? ¿Por qué el comandante en persona me ha dado esa
orden?
- Tu empatía me resulta increíble.- Ahora sí que ambos parecían
irritados de verdad.-¿Cuántas veces hay que repetírtelo? Como está el mundo
ahora, todo vestigio de población es importante, así conste de una sola
persona. ¿Te quedó claro, R-4?- Los ojos de ambos centelleaban de puro y crudo
poder, al menos ahora sabía que mis instructores eran sin duda de naturaleza
buena, mas fáciles de prever y de tratar.- Sos de los pocos que pueden salir
afuera sin traje por largos periodos, y yo estoy soportando estas preguntas con
respuestas obvias mientras la poca gente que queda se está muriendo.- Ambos se
señalaron el pecho mutuamente cuando el chico pronuncio la palabra “yo”, muy
curioso. - Y ahora vamos, hay que ponerte las defensas.- Mire el mapa por última
vez almacenando la ruta y marcas que me ayudarían en mi viaje. Sin mucha
sorpresa pude comprobar cómo las marcas de colores y efectos se desvanecían
poco a poco. Bueno, al fin y al cabo una herramienta como aquella debía usarse
una y otra vez sin que quedara manchada e inservible al cabo de un tiempo.
Los acompañé o más bien los seguí a unos metros de distancia pues habían
cogido la delantera y no se paraban a esperarme, deseosos de perderme de vista,
hasta un cuarto accesorio, donde había varios artilleros y carpinteros
trabajando. Tuvo lugar la rutina habitual para cada vez que salía: me pusieron
armas ceñidas a las piernas y brazos del traje, colocadas de tal forma que las
pudiera desenfundar con rapidez. Me dieron un casco pesado pero resistente, y
me colocaron unos saquitos voodoo con olor (entre otras apestosidades) a raíz
de mandrágora en cada uno de los bolsillos. Luego me llevaron ante un sacerdote
católico, uno de los escasos supervivientes de las extintas creencias
preApocalipsis. Me sentí medio ridículo cuando me bautizó, me confesó, y me
hizo tomar la comunión que fue directa al cielo de la boca y se adhirió allí
como una sanguijuela resistente a cualquier roce de la insistente lengua. Me
pareció ver algo actuado en sus movimientos, como si solo representase un papel
y ni el mismo creyese ya en toda aquella ceremonia; calculo que es la paranoia
común de cuando se vive en un mundo que resulta irreal y cuyo dios no aparece
para solucionar el asunto. Por el rabillo del ojo pude ver a los médicos
chamanicos sentados en un rincón con las piernas cruzadas entonando una de sus letanías
a la vez, esperaba que con mas fe y tino que el ensotanado sacerdote.
Llegue al Hangar secándome con el dorso de la mano las gotas de agua
bendita que habían quedado sobre la superficie impermeable de la pechera de la
camisa; la armadura me reconfortaba con
su peso y solidez, y lejos de sentirse molesta, me resultaba tan natural como
respirar. Mis guías habían quedado en la puerta como si entrar a la gran sala
llena de vehículos destripados y maquinas oxidadas los pudiera dañar, no sin
antes dibujar con sus pigmentos rituales un trisquel en todas y cada una de las
superficies que quedaban a la vista de mi traje, el cual los absorbió como si
de un manjar se tratara sin dejar ni rastro. “Ahora ya sabes el camino, pero
para empezarlo, antes debes ir por la ciudad”, me dijo el chico a la espalda.
-¿En cuanto tiempo tengo que estar en destino?
-¡Lo antes posible!- gritó mientras ambos dos se desvanecían en el
dintel. Tan aprisa se fueron que no me contestaron por qué la orden de ir a mi
destino me la había dado el propio comandante cuando perfectamente me la podría
haber comunicado alguien de menor nivel.
Frente a mí quedaba la puerta presurizada de salida al exterior y la bicicleta
(más bien triciclo, aprecié) más rara y endiabladamente trabajada que uno podía
imaginar. Un par de operarios me empujaron a cámara de aislamiento con poco
protocolo para enviarme y salir a un bar o cualquiera sabe dónde. Cerraron su
puerta y abrieron la salida. Salí empujando rápidamente mi curioso vehículo,
que rodó silenciosamente sin esfuerzo, y un segundo después de bajar, la rampa
volvió a cerrarse sordamente y quedé
solo en medio del cementerio.
- LA BASE PRIMAVERA:
Un par de horas después, los coloridos Pamela y Jinxx, retozaban
alegremente en su nido particular, ambos desnudos y sudorosos. Habían invocado,
consagrado y hecho el amor de manera apasionada para limpiar su cuerpo y aura
del contacto impuro del Guerrero R-4 al que habían empaquetado al exterior.
Ciento veinte frenéticos minutos desde que habían llegado casi corriendo y
ardiendo y, sin mucho protocolo o preliminar danza, habían mezclando una y otra
vez sus pigmentos y sus fluidos con la luz filtrada que los rodeaba sin foco de
origen aparente; en parte por realizar rápido el ritual, principalmente por dar
rienda suelta a tanta frustración y asco hacia la manchada tecnología. Todos tenían
su cometido en la base por desagradable que fuera y ellos, como hijos y
hermanos de la Tierra no eran diferentes, pero había que reconocer que
permanecer tanto rato al lado de semejante abominación y no solo eso,
iluminarla y bendecirla, era más de lo que podían soportar.
Habían nacido, a pesar de su aspecto aniñado de adolescentes en pleno
desarrollo, bastantes décadas antes y a
pesar de ser pareja sexual, lo habían hecho del mismo cuerpo, del mismo útero y
del mismo embrión pues eran un solo alma disociada; desde el punto de vista científico,
se les podría considerar algo así como clones complementarios, iguales y a la
vez con sexos diferentes, un solo ser perfecto en dos apariencias; desde el
punto de vista místico, habilidades e iluminaciones diferentes y a la vez
inseparables. A Mamá la recordaban como una hippie olorosa de largas piernas,
larga cabellera y pechos constantemente al aire; se había consagrado una y otra
vez a cualquier corriente, secta o pseudo religión que estuviera de moda en
aquella anarquía florida que fueron los 60: amor libre, puertas de la mente
abiertas y mucho descontrol, las drogas como camino, la meditación como un
mecanismo de permanecer centrados y pacíficos en la intercepción química, en la
medida de lo posible y en esta oleada de misticismo New Age fueron ellos
concebidos cualquiera sabe dónde y por quien, Mama no lo recordaba con claridad
y prácticamente no se dio cuenta del hecho de estar embarazada hasta poco antes
del alumbramiento, el abultado abdomen o los llenos pechos quedaron lejos de su
etérea visión de adicta siempre de subidón por los alucinógenos. La noche de
luna nueva que nacieron sin llanto alguno, una multitud de luciérnagas de mil
colores variables se concentraron alrededor de la cabaña de las mujeres situada
en la zona sur del recinto de una secta de nombre e intenciones olvidadas
tiempo atrás. Pocos alcanzaron a ver aquella miríada de criaturas aladas que
flotaban y brillaban agitadas por el acontecimiento, y los que lo hicieron
creyeron alucinar por enésima vez. El líquido amniótico que los envolvía y
mojaba cuando por fin salieron abrazados y metidos en una bolsa de aspecto
sedoso tornaba del azul al verde y al rojo, y de ahí al naranja o magenta como
si de un aceite esencial de arcoíris se tratara. Mama reía alucinada mientras mecía
de forma desquiciada aquel capullo que había surgido de su interior hasta que
el instinto más que su deteriorada mente consciente reaccionó, y ayudada por
uñas y dientes lo rasgo para dar luz a las dos pequeñas criaturitas que se
retorcían en su interior luchando por respirar.
Afuera las lucecillas aladas
golpeaban el cristal gritando con una chirriante y enloquecedora vibración
fuera del alcance del oído humano. Los animales de la zona respondieron
elevando sus voces al unísono y creando el caos en el aire nocturno, belfos
chorreantes, hocicos cubiertos de espuma y ojos completos de derrames sanguíneos
en el éxtasis de la muerte y de la vida, conforme se alargaba el alarido
general de bienvenida y se agotaba el aire de los pulmones caían fulminados no
pocos de ellos hasta que el canto acabo y las luces se separaron de la cabaña
iluminada ahora tan solo desde su interior. Los pocos animales que
sobrevivieron, ya fueran carnívoros o no, devoraron en mayor o menor medida los
restos de sus congéneres caídos empezando por los ojos y labios de estos para
seguir metódicamente con los órganos internos, como en un sangriento y arcano
acto de ofrecimiento a alguna divinidad olvidada. Unos días después la noticia
de un nuevo avistamiento UFO en la zona acompañado de la consabida mutilación
de ganado apareció en todos los medios de comunicación del Estado.
La gente desde el principio se horrorizó por ellos y sus poderes. Mamá
no los advertía muy seguido; cuando estaba en uno de sus frecuentes viajes,
veía a sus dos hijos pequeños sentados uno frente al otro fabricando colores
circulares con sus dedos, y se reía pensando que flipaba incluso sin estar demasiado colocada. La gente quería
arrebatárselos, algunos pocos para que tuvieran una educación y vida normales,
pero muchos más para explotar sus poderes, algunos con afán de lucro, algún
otro por interés militar. Mamá siempre era más rápida que esas personas, y con
gran ayuda de sus hijos conseguía ponerlos a salvo.
En el transcurso de esas
huídas, ella aprovechaba entre viaje y viaje para inculcarles el amor por el
amor en todas sus formas, y el rechazo por la constante maquinización del mundo.
Había aparatos que eran útiles, era cierto, pero otros que no. Desde las
heladeras hasta las armas, todo eso alejaba a las personas del mundo y sus
recursos y designios naturales. La gente, nacida para flotar y vivir en paz,
estaba como cayendo al abismo amarrada a un yunque. En cuanto al amor al amor,
ella les daba la directiva de que el amor era amor y no había fronteras para
él, que el amor no podía ser dañino por sí mismo, porque si se usaba para dañar
a otros, ya no era amor, sino manipulación. Apenas comenzaron la adolescencia y
sus cuerpos se desarrollaron explotando de hormonas, le encontraron su propio
significado al amor. Cómo no hacían esfuerzos por ocultarlos, las personas
volvieron a demostrar asco por ellos, ahora por sus actos de adoración. “Incestuosos”
los llamaron, aunque a ciencia cierta era, siendo como se sentían uno solo, más
alegre y mágica masturbación que otra cosa. Mamá tampoco vio mal eso, en parte
por su mente abierta, y en parte por su mente alucinada.
También fue cierto que
ella se fue demasiado pronto, perdida en una nube de irrealidad cada vez más
fuerte, hasta que una vez se fue mientras ellos dormían y ya no regresó. Ellos
no la buscaron porque no la pudieron sentir más, y concluyeron que no valía la
pena. Mamá ya estaba en paz sin tener que meterse tanta mierda en las venas y
ellos se tenían a sí mismos. Censurados por la sociedad por sus habilidades y
su relación incomprensible para todos, pasaron varios años ocultos viviendo
como podían, envejeciendo más despacio que todos, pero tomándolo como algo
natural.
Ellos fueron algunos de los que pudieron percibir el desastre que se
avecinaba sin tener idea de la magnitud, pero tras el completo desastre, sobrevivieron
gracias a las cosas que podían hacer. No tenían ni parientes ni amigos, se
tenían a sí mismos y eso les bastaba. Estaban a punto de morir devorados por
una abominación antropomorfa contra la que no valían sus poderes, pero fueron
rescatados por dos Cazadores de Monstruos que rociaron con pétalos de rosa a la
criatura, incendiándola. Fueron llevados a la base de sus rescatadores, y allí,
una vez que se conocieron sus místicas habilidades, fueron aceptados y puestos
a trabajar, y así pudieron ocupar su puesto en el nuevo orden lejos de
prejuicios o penas.
Jinxx jadeaba mientras su pene se iba deshinchando poco a poco, con
las manos tras la cabeza miraba el techo de telas de colores trenzadas entre sí,
harapos algunas y otras autenticas maravillas de los telares más selectos;
Pamela a su lado se incorporaba lamiendo lentamente las gotas cálidas que
manaban de su sexo caliente mientras con la mano izquierda acariciaba el
propio, aún palpitante por las exploraciones de su hermano, y le daba gracias
en su interior a la diosa por su existencia y su poder. Desde que tenían uso de
memoria Jinnx había sido la voz de ambos, ella era el pensamiento instintivo y
raramente se manifestaba, aunque podía hacerlo prefería callar y actuar, un
voto tácito que le alegraba el alma a ambos, voto que se vino a romper después
de más de 30 años de silencio ininterrumpido, con los ojos muy abiertos se
inclino sobre su hermano y amante zarandeándolo con violencia.
- “¡LAS INSTRUCCIONES!” - gritó roncamente con dolor en la garganta y
en la mente. En un rincón, junto a los coloridos y ligeros vestidos de ambos,
un ajado librito con un raro triciclo en la portada descansaba olvidado hasta
entonces.
CONTINUARA...
¡SIGUE IMAGINANDO Y TEN BUENA CAZA!